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León Valencia Agudelo |
Por
León Valencia Agudelo
Esta es una carta tardía. Tuve el impulso de escribirla un día de 1973 cuando me encontré con el padre Ignacio Betancur en Pueblorrico, Antioquia.
Había ido al despacho parroquial para hablar de un paro estudiantil que estábamos organizando varios muchachos en el colegio de bachillerato de aquel municipio. El cura me llevó sigiloso a su estudio en un rincón del segundo piso de la casa cural para preguntarme sobre los pormenores de la acción que queríamos emprender.
Se mostró muy contento con la decisión de rebelarnos contra la tiranía de un rector, pero me dijo que estas protestas no podían estar aisladas del proceso revolucionario que se estaba gestando en Colombia y me invitó a formar parte de un grupo de jóvenes que en las noches se reunía para estudiar y trabajar por el cambio del país.
Encima de su escritorio brillaban un folleto de color rojizo y un libro de pasta blanca con motivos en negro y verde. Se trataba de las proclamas de Camilo Torres Restrepo y del Diario del Che en Bolivia. El cura sintió la perturbación que me producían estos dos textos, los empujó hacia a mi y salió del lugar para dejar que los mirara en la soledad de su sitio de reflexiones y estudios.
Estuve toda la tarde leyendo apartes de las encendidas admoniciones de Camilo y de las alucinantes y dolorosas confesiones del Che en las montañas de Bolivia. El padre Ignacio no volvió al lugar y yo salí, entrada la noche, preso de una extraña agitación para mi casa.
Empecé una carta. Me acuerdo que la encabezaba así: Querido Che, aquí estoy, en una aldea lejana, presto a iniciar una batalla por la justicia, ahora seré hijo tuyo, apóstol de tus enseñanzas, misionero de tus ideas, tímido émulo de tu valentía y arrojo.
No fui capaz de continuar. Sentí la desmesura del propósito, la altisonancia de las palabras, el tono pretensioso de la misiva. El tiempo ha volado, querido Che. En lo que dura un simple chasquear de dedos han pasado cuarenta años de tu muerte y treinta y cuatro de mi intento de escribirte una carta con destino a tu luminosa eternidad.
La lucha armada no es ya esa esperanza de redención que enarbolaste, es una dura cruz, es un dolor indecible que carga mi patria. Pero tus ideas de justicia, la pureza de tu compromiso con los más necesitados, no fenecen, ni aquí ni en otros lugares del mundo. Quizás son ahora más necesarias. La solidaridad es ahora más escasa. La negligencia de quienes orientan los destinos del país más infamante.
Fui a la guerra sin tu arrojo y a la lucha por la justicia sin tu desprendimiento. Tuve además la suerte de regresar vivo de esa aventura sin nombre. Ahora paso mis días emborronando cuartillas con destino a diarios y libros, insistiendo en que los hombres y mujeres de Colombia merecen un mundo mejor, quizás imbuido del espíritu de equidad que proclamaste, quizás cercano a la hermandad que propusiste.
No es mucho lo que hago, simplemente quiero envejecer sin el remordimiento atroz de no haber pulsado una cuerda de la sensibilidad humana en procura de una vida distinta para estas tierras en las que ya no tienes una presencia material. Apenas alcanzo a levantar la voz para invitar a la reconciliación y a la paz con la certeza que me da el haber participado de la angustia del conflicto.
Ahora tu figura deambula por el mundo pegada a las camisetas, reflejada en los afiches, colgada de amuletos. Está en las insondables aldeas de África y en la orgullosa Nueva York. En alguna isla inalcanzable del Pacífico y en la festiva milán de la moda.
Dicen algunos críticos adoloridos de la trashumancia de tu imagen que se trata de la indecorosa comercialización de un mito. No lo creo así. Es el culto a la excepcional actitud de un hombre. Los seres humanos sucumbimos ante quienes se elevan por encima de la rutina precaria de nuestras ambiciones personales, ante quienes son capaces de interpelar el egoísmo.
El mundo no es el mismo. La guerra no tiene ahora el halo de heroísmo de antaño. Una afortunada ola pacifista recorre la tierra. La única explicación para que la fuerza de tu presencia persista y se agrande es el poder ético del mensaje que pudiste transmitir en ese paso fugaz por la vida.
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