jueves, 2 de diciembre de 2010

0 LAS CADENAS DE LA VENGANZA

Por: María Elvira Bonilla
EL PRESIDENTE URIBE NO HA VIvido lo que puede ser un país en paz.

Su infancia, que para muchos de sus urbanos contemporáneos fueron años de tranquilidad, rodeados del confort que empezaba a llegar del Norte, para Álvaro Uribe estuvo marcada por el odio, la rabia y la sangre que manchaba las calles de Salgar, el pueblo del suroeste antioqueño donde pasó los primeros años de vida. Conoció entonces historias y posiblemente imágenes tan aterradoras, como las que describe el sacerdote Ignacio Betancur en sus memorias, Confesiones peregrinas, donde cuenta sencilla y dramáticamente lo que se padecía en las veredas vecinas a la finca La Pradera donde vivió la familia del Presidente durante los años más aciagos de la violencia liberal-conservadora de los 50. Una cosa fue vivirla de niño en la Colombia rural y otra en la ciudad. Uribe hace parte de los primeros.

“La escuela en Salgar —cuenta Ignacio Betancur—, ese espacio tan soñado por mí, era el escenario donde los niños ponían a prueba la capacidad de odio contagiado de los mayores. Y se había vuelto un espacio muy violento. En cualquier momento podía uno ser víctima de un navajazo o de un lápiz enterrado en el cuerpo (...). Desde las ventanas del Hotel Salgar, donde vivíamos con las tías, empecé a encubar el miedo más terrible y espantoso que un niño puede padecer debido a las macabras escenas de violencia que presencié. Oía y veía los estragos que iba dejando a su paso por el marco de la plaza una horda de chusmeros, conocidos como los Bolivianos, porque venían de Ciudad Bolívar, y era lo mismo que decir matones.

Tenían en sus franelas unas calaveras pintadas, y cada vez que llegaban el miedo se posaba en las casas, en las ramas de los árboles, en el alma de los seres y a mí se me enredaba por todo el cuerpo. (…). Entraban a la plaza mulas que cargaban muertos chorreando sangre, a los que trataban como si fueran bultos de carne; veíamos las heridas, por dónde entraron las balas, por dónde salieron y hasta pensábamos que era bueno porque esos eran los maleantes del campo. Y cuando nos atrevíamos a preguntar la causa de tanta sin razón, los mayores callaban, porque todo era tan azaroso como inexplicable; nadie podía explicar todo ese marasmo de odio. Llegó un momento en que el peligro amenazaba al que tuviera vida (…). Desde aquel entonces vi a mi patria chica, Salgar, bañada en sangre; gemidos y gritos ahogados que salían de madres, de inermes esposas, de inocentes niños... ¡Tanta sangre repugnaba”.

Una memoria infantil llena de violencia, que en el caso del Presidente tuvo un remate aún más doloroso, sufrido en carne propia, cuando 30 años después las Farc asesinaron a su padre. A Ignacio Bentancur lo acribillaron los paramilitares en Pueblorrico, no lejos de Salgar, en 1993.

Historias como estas palpitan en el discurso de Álvaro Uribe frente a la guerrilla, sus mortales enemigos. Su tono incendiario, rabioso, polarizante; la estigmatización, los señalamientos del contradictor visto siempre como guerrillero, impregnados del espíritu de un ángel vengador tienen raíces en un tiempo pasado: el de la violencia atroz de los años 50, que los últimos en haberla vivido son los colombianos de su generación. El Presidente, atrapado por ese pasado, no parece entender que Colombia necesita romper, no exacerbar, la cadena de la venganza. Sólo entonces se podrá empezar a construir esperanza sin resentimiento. De lo contrario, el círculo de odio y muerte permanecerá.

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